Podría haber sido Bukowski
Sobre los que quizás conocimos y no nos dimos cuenta: el Síndrome del Escritor Sin Rostro.
Si hoy estuviera sentada tomando un café en cualquier parte del mundo con otras personas alrededor, o caminando por la calle con la mente en el presente, prestando atención a quiénes pasan; o si en el supermercado, metiendo los limones en una bolsa, tuviera una señora o un señor a mi lado, jamás me podría dar cuenta si son personas que admiro por su escritura.
Es decir, si tomaría un vuelo, por ejemplo, de Buenos Aires a Colombia, podría reconocer si el hombre sentado al lado mío es García Márquez o Ernesto Sábato. También si subiría a un barco con destino indistinto, podría reconocer a Eduardo Galeano y a Benedetti sin dudarlo un segundo, creo que hasta Poe o Kafka, por sus rostros que a mi entender, son singulares.
Pero si la persona que me da permiso en una estación de tren es Hemingway, podría pensarlo pero no afirmarlo. O si perdida, mientras camino, pregunto dónde queda una calle y me responde Beauvoir, jamás sabría que es ella.
Vivo con ese Síndrome del Escritor Sin Rostro, como me gusta llamarlo, constantemente. Claro está que no voy a encontrarme con aquellos que están muertos -aunque no estoy tan tan segura de eso- como los que ejemplifiqué más arriba. Pero todos esos que leo y están vivos ¿qué cara tienen? ¿por qué no me interesa saberlo? ¿cómo es que nunca estoy googleando sus rostros, sus vidas? Si al final, después ando entre libros en una librería cualquiera y mientras hojeo veo a la distancia a alguien husmeando entre estantes y pienso “ay, ¿será Allende o Pinkola y yo no lo sé?”. O si me bajo de un avión después de compartir quizás diez horas asientos con otro, sin emitir sonido, siempre pienso “¿habré viajado con Dan Brown o Grisham y no me di cuenta?”.
Y no importa si son autores que leí o no, me fastidia la sensación de saber que cualquiera reconocería a un actor o actriz no tan importante o a un influencer sin talento, a cualquier político ladrón. Pero no a quién nos ocupa horas de vida, lágrimas, las sensaciones más profundas al leerlos; a todos esos que les dedicamos nuestro tiempo, le abrimos nuestra casa, atesoramos sus libros en nuestra biblioteca, lo recomendamos, lo regalamos.
Es un síndrome, es así. Del cual no busco medicina alguna porque, insisto, jamás busco sus fotos en las contratapas, simplemente me limito a la evocación total de sus palabras y me dejo intervenir toda la vida por ellas. Hasta que cambio de libro, de autora o autor, y quizás me olvido sus nombres porque antes era más fácil con Bukowski, Austen, Dickens o Verne pero ahora son tantos los que editan libros que salen desde las alcantarillas como plagas -hermosas, aclaro- que nos es imposible rememorarlos con justicia.
Cuando me fui de Buenos Aires, vendí, regalé, di en préstamo y guardé una cantidad de libros infinita. Me quedé con muy poquitos. Quizás 10 o 15, que fueron aquellos que marcaron a fuego mi corazón por algún motivo. En esos momentos, con una gran biblioteca en mi último hogar, me era mucho más fácil retener los nombres porque siempre estaban a la vista. Pero desde que mi librería no solo es andante sino reducida y cambiante, comencé a sacarle foto a todo lo que leo y a guardarlo en una carpeta especial de mi galería del teléfono que se llama “Libros que leo”. Fue la forma que encontré de ir almacenando en mi memoria los nuevos nombres, los títulos. Y que me resulte más fácil la posterior recomendación, la compra o decir sí o no cuando me prestan alguno. En vez de ir con mis dedos a tocar los lomos de mis viejos amigos, me limito a la triste y gris tarea de buscarlos en mi galería del móvil.
Siempre me prometo darle importancia al autor. Investigarlo, memorizar su color de pelo, sus rasgos principales. Pero nunca sucede. No voy a mentir, es también cierto que en mi imaginación quisiera cruzarme con Woolf o Borges, con Joyce o Huxley. En un estilo de film de Woody Allen para mantener conversaciones asombrosas y hasta darles algún manuscrito. Quizás al saber que jamás sucederá, me limito a seguir padeciendo síndromes inexistentes. ¿Acaso tenemos el deber, como bohemios del dos mil, de hacernos cargo de engrandecer en cualquier avenida a alguien más que un don nadie que sale en TV? Como una especie de responsabilidad literaria, de educación cívica.
Por eso es que quizás en cualquier café, en un aeropuerto, en un puesto de revistas, puedan llegar a verme con cara curiosa acechando de lejos a desconocidos, para no perder la oportunidad, en el caso que exista, de sacar una foto, pedir un autógrafo y curar una enfermedad que no existe, frente a un autor que probablemente no sea. Y esta bien así. Que invada el misterio, quite el aliento una página escrita, que nos perdamos de algo sin saberlo, no enterarnos nunca que a aquel que dobló la esquina quizás le debemos nuestras mejores lágrimas o que esa mujer que nos abrió la puerta nos llevó noche tras noche a un lugar único dentro nuestro.
No dejemos nunca de leer.